Nunca antes se había sentado frente a los pibes de un secundario como escritor. Sí como militante de DDHH, ante auditorios de cien adolescentes que lo escuchaban con atención cuando les contaba cómo y por qué tantos chicos un poco más grandes que ellos habían decidido organizarse políticamente en los años noventa bajo una bandera y un puñado de consignas. Pero esta vez era distinto porque no tenía la espalda de un colectivo organizado atrás, y su experiencia como narrador era incipiente.
La escuela Media Nro. 8 quedaba en Florida, la reposada localidad de zona norte del conurbano donde el sol se desparrama sin filtro sobre las casas bajas, plazoletas y veredas. Martina se llamaba la profesora de literatura que lo había invitado –por medio de un conocido- y “Operativo ilegal” el libro que Luciano M. había publicado hacía unos meses atrás y que la profesora y sus alumnos habían leído en clase.
Ya dentro del colegio, a un costado de un cantero salpicado con flores silvestres, pocos minutos antes de subir a clase, Luciano M. le preguntó a Martina si habían leído “Los Hermanos Carrasco” –uno de los cuentos de su libro-. “Yo sí pero ellos no”, devolvió ella, tranquilizándolo con la mirada. “Te pregunto porque el texto tiene mucha mención a la cocaína, y no sé qué onda con los pibes”, dijo él, y pitó con ansiedad el cigarro.
Los pibes eran seis -cuatro varones y dos chicas-. Todos de diecisiete años, y de la zona -de uno y otro lado de la Panamericana-. Tenían un mate listo para cebar y –al parecer- distintas expectativas. Las chicas armaron un círculo de pupitres, y se sentaron, inquietas. Junto a ellas tomó asiento uno de los chicos –que riéndose y con los cachetes colorados contó que era el delegado del curso-. Un cuarto hizo lo mismo, frente a ellos, en absoluto silencio –así se mantendría durante la hora que duró la experiencia-. Los dos restantes se quedaron estacados en sus lugares, al fondo, bajo un sector descascarado del techo del que brotaba una mancha enorme de humedad, haciéndose los importantes. Martina, que en el cantero se había mostrado risueña y dócil, endureció el tono de voz, los llamó, y los pibes se acercaron sin ganas. Uno de ellos medía por lo menos uno con ochenta y tenía puesta una campera roja de River.
Luciano M. había decidido que lo mejor que podía hacer por los chicos, y en especial por él, era mostrarse transparente y honesto. Lo primero que dijo fue que escribía hacía sólo seis años, y que recién ahora creía haber encontrado su lugar en el mundo. “Toqué muchos años la trompeta”, confió, “pero largué cuando me crucé con la narrativa porque me di cuenta que prefería escribir una crónica del partido de fútbol de un campeonato que jugaba con unos amigos que sentarme a estudiar frente a una partitura”. Les contó que se gana la vida trabajando como empleado en una casa de repuestos de autos, que tiene un hijo de cinco años, que está separado, que siempre fue muy tímido y que milita en el kircherismo. “Yo creo que no hay que volverse locos para encontrar qué es lo que nos gusta hacer”, dijo, y chupó el mate que le había pasado una de las chicas. Todavía con el gusto ácido de la yerba bajándole por la garganta, les contó que hacía no tanto tiempo atrás, en terapia, a esa búsqueda la llamaron deseo, y que "lo mejor que nos puede pasar en la vida es encontrar el propio”. “Esa falta de norte, de proyectos, de construcción”, les confió, “me llevó a drogarme mucho y terminar en un centro de recuperación de adictos”.
“¿De dónde sacaste la idea del manco que se pelea a muerte con el hijo de un policía, en un barrio, que podría ser uno cualquiera de acá cerca?”, preguntó el chico que estaba sentado junto a las chicas, en referencia al cuento “Tarde sucia”. Luciano M. les habló de las crónicas de la sección policial de cualquier diario. “De ahí me robo algunas de las ideas que terminan en cuento”. Les contó que la noticia relataba un mano a mano en un descampado, con varios vecinos en ronda, a los gritos, y que el padre de uno de ellos, al ver que el otro –al que le faltaba un brazo pero le sobraba calle y resentimiento- le estaba desfigurando la cara a su hijo con su brazo sano, desenfundó una pistola nueve milímetros y desencadenó una masacre. “Yo trabajé el personaje del manco, le inventé un rancho, una madre postrada, un amigo que lo vino a buscar para acompañarlo hasta una cita que el lector va percibiendo que no va a terminar nada bien”. Martina afirmaba con la cabeza y disfrutaba de la expresión atenta de sus alumnos. “También construí parte del barrio, las casillas, los bolivianos vendiendo verduras y las doñas barriendo la puerta de sus casas abiertas para que corra el fresco, las calles de tierra, el barro de la lluvia, los mosquitos, los pibitos jugando a la pelota, un auto destartalado, y lo más importante, una tensión inquietante entre esos dos amigos durante la caminata, a partir de una mujer por la que ambos sienten atracción”.
“¿Cómo hacés para darle forma a un personaje?”, tomó la iniciativa Martina. Les dijo que para él el trabajo pasaba más por las acciones que por las descripciones de la ropa o el color de ojos. “El manco, por ejemplo, es un obsesivo de la limpieza y la pulcritud con la ropa. Incluso cuando se está peleando piensa en cómo le va a quedar el pantalón después de revolcarse por la tierra. Casi no habla, y cuando lo hace es para tirar una reflexión de peso, profunda. El otro nada que ver, no le importa nada, es un bocón, y mete la pata en los charcos. También tiene un tic obsesivo que lo particulariza: llevarse a la boca yuyos y ramitas, como si fuese un escarbadientes”.
El pibe de la campera de River, efectivamente jugaba en River, en la quinta, y de nueve. Lo contó cuando Luciano M. se quiso sacar la duda, ya que le pareció que tenía perfil de jugador. El del al lado era fanático de Racing, y no aportó ni se interesó en nada. Una de las dos chicas era muy bonita -tenía un escote muy seductor y una sonrisa inquietante que Luciano M. tuvo que desestimar para no perder el hilo-, y la otra contó que a veces, tirada en la cama, escribía algunas cosas en un cuaderno pero que no servían para nada.
Hablaron de un segundo y tercer cuento, y a Luciano M. le pareció, observándolos con cierta timidez mientras hablaba, que a los pibes algo les estaba quedando. Por lo menos la experiencia de tener a un flaco de treinta y cinco años que se había metido en su aula a hablarles de un narrador impregnado por las cuestiones sociales de un país como el nuestro, de personajes que no habían tenido el viento a su favor a lo largo de la vida, que vivían en barrios marginales; de la brutalidad policial, de las drogas, de la tumba y de la muerte. También charlaron de la década del noventa, del 2001 y del proceso de cambio que se abrió en el 2003 cuando Kircher asumió como presidente. Les dijo que cada uno escribe a partir de su propia sensibilidad y que en el caso de él, ese filtro está condicionado por su experiencia de vida y su militancia política actual.
Martina, una mujer entregada a las letras, sencilla en su modo de vestir, despidió al invitado con un pedido de aplausos. Fueron diez segundos intensos, y el sonido cerrado no salió del aula, íntimo y genuino.
“Una profesora me dijo que tenía que leer hasta que me duelas los ojos”, les dijo a los chicos Luciano M. antes de despedirse. “Leer y escribir: no hay otra”.
Besos, agradecimientos.
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El deseo y la escritura
Subido por
Mariano Abrevaya Dios
on sábado, 9 de octubre de 2010
Etiquetas:
Relatos
Para terminar, Luciano M. les firmó los dos libros que les dejó de regalo: “Por el bienestar general, la patria futbolera, el deseo y la escritura. Con afecto, Luciano”.
3 comentarios:
Conmovedor, como siempre que te leo.
Que buena idea la de Martina, convocar escritores a las aulas para transmitir desde otro lado las cosas que importan.
Nada mejor que encontrar nuestro propio deseo, así tardemos años!
Me gustó mucho el texto y me quedé pensando, y eso está bueno!
Saludos desde Rosario! =)
Eso mismo, Vir, invitar escritores de carne y hueso a que se sienten a charlar con los pibes.
Mai!, bienvenida a Hermanos Dios. Les propusieron en TEA Rosario que vayan a ver el documental del Che de Tristan Bauer. ¡No te la pierdas, nena!
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