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Los que trabajan en la playa III

Circo del Aire

Se instalaron hace cinco años detrás de la feria de artesanos de la avenida 3, entre las calles 112 y 113. Durante la última quincena de diciembre ya se los puede ver armando el domo (una carpa que funciona como vestuario, depósito, dormitorio y otros), las gradas y la estructura metálica de más de diez metros de altura de la que colgarán el cuadro fijo, las luces, las cuerdas y los trapecios. La familia gesellina, en especial la que vacaciona en la zona sur del balneario, se acerca al circo todos los veranos ya que ahí tiene asegurada una hora de entretenimiento en la que se combinan la destreza, el riesgo, el asombro y el humor. El espectáculo es a la gorra y se realiza todas las noches en dos horarios: 22.00 y 23.30 horas.

Los artistas que conforman la compañía de este año tienen entre veintisiete y cuarenta años. Durante toda la temporada conviven bajo el mismo techo, en una amplia casa con techo de tejas a dos aguas, a unas seis cuadras del predio, que en el frente tiene un viejo y frondoso álamo y también una pileta de lona. Funcionan con las reglas de una cooperativa tanto con los derechos como con las obligaciones. Se turnan de manera democrática para cocinar, lavar y dormir en el domo para velar por las pertenencias del circo. La gorra se reparte en partes iguales. En la casa hay dos bebes, una nena de siete años y por lo menos dos perros. Comen mucha verdura y no tienen televisión. Sí internet. A la playa van muy poco.

María del Aire es la directora del Circo. En el ambiente se la conoce como “María del Aire”. Tiene una hija de veintiséis años y otra de un año y medio. Hace más de veinte años que se dedica al circo callejero. Dice que su vida cambió el día que se dio cuenta de que podía plantarse en el espacio público a ofrecer un número artístico y recibir a cambio aplausos y una retribución económica. María dice: en el circo contemporáneo el acróbata o la gimnasta ofrecen algo más que su destreza o su audacia. Estudiaron actuación, o danzas, o todo junto, acá, o afuera, y en sus números sobre la lona, las telas o el trapecio, lo que hacen es arte en el sentido más puro de la palabra. Nos transmiten algo que no tiene que ver solamente con la habilidad de mantener en el aire cinco raquetas o la valentía de caminar sobre una soga a veinte metros de altura. Están en juego las emociones. Sus actuaciones nos conmueven alguna parte del cuerpo. Esa es la principal diferencia con el circo tradicional que llega a los pueblos con sus carros, su enorme carpa, sus payasos y domadores de animales.

Gabriela practicó gimnasia artística durante dieciséis años. Ahora tiene veintisiete. En el 2009 se fue a estudiar a una distinguida compañía de circo contemporáneo, en Toulosse, al sur de Francia. Volvió a mediados del año pasado y ni bien empezó el 2013 la llamaron desde Villa Gesell para proponerle que reemplazase a un compañero que se había tenido que bajar del proyecto. Ella explica que la disciplina que despliega sobre la lona del Circo del Aire se llama “Acrodance”. Tiene todos los músculos del cuerpo tonificados pero parece una muñeca de goma, sin articulaciones. Se retuerce por el piso como si no tuviese huesos. Junto a las acrobacias y los movimientos que atesoró cuando practicaba gimnasia y que mejoró con el tiempo y la vida, ofrece elementos de actuación. A pesar del calor trabaja vestida con un tapado. Es parte de un personaje que se tomó algunas copas de más y que anda a los trompos frente a la mirada ajena. Le roba mucha risa al público, en especial a los más chicos. Impresiona con su elasticidad y seducción. Es hincha de Vélez y muy familiera.

Antes de venir a la costa Ileana estuvo trabajando en un casino cinco estrellas de Johannesburgo, capital de Sudáfrica. Es la madre de Queca, una rubiecita de siete años que no se pierde una sola función de sus padres. Realiza dos números por función. Uno en la altura, arriba de un trapecio, en el que pareciera volar, y el otro alrededor de una gruesa cuerda de hilo que nace a unos diez metros de altura, en el punto más alto de la estructura metálica. Con movimientos sincronizados, sube por la cuerda y luego baja girando en tirabuzón. Coloca su atlético cuerpo en vertical, después horizontal, o en diagonal, sin perder nunca la gracia, y con una precisión milimétrica.

Juan y Charly son los acróbatas. Uno mide un metro noventa y el otro, en puntas de pié, le llega al mentón. Uno transmite formalidad y el otro una elocuente picardía. Uno es fuerte y pesado y el otro es ágil y liviano. Son el complemento perfecto y trabajan juntos hace tres temporadas. Tanto en la lona, como en la altura, fuerzan a gran parte del público a taparse la boca en una mueca de terror cuando realizan su número de cuadro fijo (estructura en la altura en la que Juan se cuelga de las piernas, boca abajo, para tomar de las manos a Charly, y jugar con él como si fuese un cono anaranjado de estacionamiento). Ese es el momento más tenso –y luego festejado- de la función: con las manos llenas de talco, y el ritmo acompasado de un redoblante, Charly realiza en el aire mortales, giros y otros movimientos acrobáticos. Juan fue padre hace seis meses y su compañera, junto a la beba, conviven con él en la casa. Charly trabajó gran parte del 2012 en el mega predio de ciencia y tecnología Tecnópolis y tiene cierta fama en la noche del balneario.

Nacho es el clown del circo. El payaso. El que está maquillado. El padre de Queca y pareja de Ileana. El que tiene los zapatos blancos dos veces más grandes que sus pies. El que hace morisquetas, cuenta chistes, se burla de algún desprevenido de su público. Es el que motiva, agita, entusiasma, pide aplausos y gritos que se escuchan en toda la feria de artesanos. Es quien tiene la responsabilidad de presentar a los artistas cuando culmina el espectáculo y también el que anuncia el pase de la gorra. Nacho dice: el día es ese lapso de tiempo que tenemos para recuperarnos de la funciones de la noche anterior. Si bien es cierto que en febrero la función está tan aceitada que sale de taquito, el cuerpo ya arrastra algunas averías. A principio de la temporada hizo algunas acrobacias junto a su hija. Y ahora tiene un número de malabares muy personal, dentro de una estructura triangular de cristal de tres caras. La trajo desde su casa y mide dos metros de largo por dos de ancho. Ahí adentro hace rebotar primero dos, luego tres, y finalmente cuatro, cinco y hasta seis pelotas del tamaño de una de tenis, con concentración, y gracia. Antes del cierre de la función, le agradece una y otra vez al público, y habla de lo “popular” de la propuesta que ellos ofrecen todas las noches, no sólo por la gorra, sino también por el intercambio de energía con las trescientas personas -por función- que abarrotan de aplausos, gritos y risas el la zona sur del balneario más cosmopolita de la costa atlántica.

2 comentarios:

vir dijo...

Viva el circo!!!!
Me evoca mis salidas con mi padre cuando era chica. Nunca nos perdiamos ninguno. circo de Moscú era uno muy importante. Recuerdos imborrables.

Anónimo dijo...

Gracias por llevarme al circo, hasta puedo olerlo.

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios