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El enviado


Una de las más importantes fuentes de inspiración para un escritor de ficción es la experiencia de su propia vida. Ahí me animo a encajar a mi padre, Gustavo Abrevaya, que acaba de publicar su tercera novela. Le sobra recorrido personal para inspirarse. Por ejemplo, haberse enamorado a sus veintiún años de mi madre, militante revolucionaria que le llevaba cinco años y que tenía un hijo de cuatro. O haber estudiado la carrera de Medicina con Videla en la Casa Rosada. O haberse exiliado –ya con nosotros y mi primer hermano, Ramiro- a Israel, poco tiempo después de que Galtieri enviase a asaltar las Islas Malvinas. O haber empezado de cero acá, a partir de 1984. En su obra literaria asoma con claridad la influencia que aquellos años ejercieron sobre el alma de Gustavo. El tema que atraviesa sus tramas y perturba a sus personajes tiene que ver con la experiencia política personal y colectiva que sería arrasada en las salas de tortura del Estado argentino. Primero fue en la novela premiada El criadero, en el que se narra la historia de un joven cineasta, que luego de parar en un pueblo perdido en una ruta provincial, sufre la desaparición de su novia, compañera de viaje. Luego llegó el turno de Los infernautas, un ambiciosa texto de largo aliento en el que un gemelo busca a su hermano también desaparecido, luego de haberse sumado a las milicias de uno de los dos bandos que disputan una guerra celestial. Ahora, con El enviado –escrito a dos manos, junto a Leonardo Killian- en la historia se unen dos puntos de una misma línea: el mítico 25 de mayo de 1973 y un presente histórico cuyo epicentro es el hospital neuropsiquiátrico Borda. Mi padre es psiquiatra y los manicomios son parte de su bagaje laboral y personal. Conoce bien los vicios y debilidades de los enfermeros y los médicos. La locura y sensibilidad de los pacientes. Yo mismo tengo algún recuerdo de sus pasillos y parques, de la mirada extraviada de hombres y mujeres solitarios. Gustavo también sabe mucho de cine y de literatura policial. Todo ese cóctel, junto al talento de Killian, más la corrección que aportó la maestra Elsa Drucaroff, se funden en un policial negro que sin dudas merece un lugar en la vitrina de la mejor tradición argentina del género. Yo lo leo con un placer incontenible. Soy su hijo, sí, pero también un escritor que hace tiempo aprendió dos cosas: 1) para escribir hay que leer, 2) leer buena literatura nos estimula la vida; y El enviado es justamente eso: buena literatura.



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