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Historias de cuarentena (15)

El año del quiebre, por Mariano Abrevaya Dios

Tenía 16 años cuando se produjo el levantamiento carapintada de abril de 1987. La edad que ahora tiene mi hijo mayor. La edad que tenía Pablo, mi mejor amigo en aquel tiempo, cuando cursábamos el tercer año de un colegio nacional en Villa Urquiza. Con mi familia éramos de los tantos argentinos y argentinas que habíamos sufrido de manera directa la noche más negra de nuestra historia. Nos habíamos exiliado en el 82 y volvimos en 1984. Al año siguiente arranqué, por descarte, en el Reconquista, el último bachiller en convertirse en mixto de la entonces Capital Federal. Me adapté rápido. No tenía problemas con la socialización. Con Pablo me hice amigo enseguida.

Su familia tenía un corralón sobre la avenida Monroe, frente al Hospital Pirovano. Eran todos de Independiente, y más de una vez me invitaron a ir a la cancha, en Avellaneda. La madre trabajaba en el sistema de salud porteño y cada tanto caía en un pozo depresivo. Saludarla, al entrar a su casa, era pasar por un momento de incomodidad. Pablo y su hermano mayor tenían un perro raza Doberman que se movía a toda velocidad por el departamento, muy inquieto. Pablo tenía el pelo largo, como yo, y usaba un jardinero de jean, sin remera, muy seguro de sí mismo, a pesar de la edad, en la que uno suele ser muy permeable a la mirada y el juicio del otro.it En su habitación dormíamos en un entrepiso, con la cara casi pegada al techo. De es manera habían logrado que en el cuarto hubiese más espacio.

Los Tocco también tenían una relación con el movimiento de los derechos humanos. Había un familiar que había sufrido la persecución y los vejámenes de la dictadura. Ese fue un punto de contacto entre nosotros, pero lo central pasaba por la cotidiana. El gusto por el fútbol, la joda en el colegio, la calle y la atracción por las chicas, que aquel momento podía significar la gloria o la tristeza infinita.

Gobernaba Alfonsín, el Padre de la Democracia, y la disyuntiva que por aquellos días de otoño ganó la calle, los medios de comunicación y la opinión pública, era democracia o dictadura. No había ninguna chance de que los militares vuelvan a encabezar un golpe de Estado. La reacción popular fue inmediata. Ni bien se supo que se habían sublevado unos milicos -con las caras pintadas - la Plaza de los Dos Congresos se llenó de pueblo. Ahí estuvimos, subidos a la explanada del Parlamento, donde Alfonsín salió a saludar. Había un gusto especial por meterse en colgarse en cualquier lado. Ese jueves santo comencé a vivir una película que me tuvo en un estado de alarma y movilización inaudita hasta ese momento en mi vida. Fueron cuatro días, hasta el éxtasis final, el domingo, en la Plaza de Mayo, a la que volvería una y otra vez a lo largo de vida, cada vez que hizo falta, cada vez que hubo que dar pelea o celebrar nuestras victorias.

A la distancia, creo que con aquel escenario de conmoción social, ese pibe de 16 sentía que estaba dispuesto a cualquier cosa por evitar una nueva etapa política con los militaras en la Casa Rosada. El fervor que había en la calle lo contagiaba, lo conmovía, lo contenía, porque eran decenas de miles los que no querían más militares. No estaba solo. Aparte, estaba Pablo.

Ahora, durante la cuarentena, miro y escucho los archivos de la época, y vuelvo a emocionarme. Miles se juntaron en los portones del regimiento de Campo de Mayo, donde estaba el mismísimo Aldo Rico, y los provocaban, les querían dar pelea, saltaban en grupos con los brezos levantados, en ese típico gesto argentino que también vemos en los mundiales o en un recital. No había ninguna condición para el quiebre institucional. Estaba muy fresco el informe del Nunca Más, el Juicio a las Juntas, la recuperación de la democracia, la Guerra de Malvinas, el dolor, la muerte, el robo de bebés.

El domingo de la célebre frase que pronunció Alfonsín –un político de raza, de gran magnitud, visto hoy a la distancia- acerca de que la casa estaba en orden, estuve en la plaza. Con Pablo. Fuimos solos. Nos subimos a uno de los enormes plátanos que todavía están frente a los muros del Banco Nación, entre las calles Reconquista y 25 de Mayo, a la izquierda del balcón de la Rosada en el que aparte del presidente había presencia de dirigentes del peronismo, como Antonio Cafiero. Ahí estuvimos toda la tarde, entre su primera aparición de Alfonsín en el balcón, cuando anunció que iría a Campo de Mayo, la espera, y el regreso triunfal.

La plaza estaba explotada. Recuerdo con nitidez, y con una emoción compartida entre ese ayer en el que se cruzan lo personal, lo colectivo y lo histórico, y el presente -en el marco de una pandemia que nos toma de sorpresa y tiene confinados en casa, pero por suerte en manos de un gobierno popular que cuida nuestras vidas-, que un sector de la plaza le cantaba a Alfonsín que entregasen armas, que estaban dispuestos a ir a pelear contra los sediciosos.

En algún momento de la tarde, posiblemente con el júbilo final de sabernos vencedores, gobierno y pueblo, Pablo y yo nos miramos, entre las ramas y hojas ya amarillentas del árbol, y nos mordimos los labios. Es probable, también, que a mí se me haya piantado más de un lagrimón, porque ya en esa época las multitudes me ponían la piel de gallina pero en especial, aunque en aquel momento no lo procesásemos con esas palabras, por sabernos parte de la historia grande de la Argentina. 


Cómo fuimos hasta allá, cómo volvimos, con qué dinero, son detalles que no recuerdo, y que ahora me inquietan. No teníamos celulares con aplicaciones para todo, como mi hijo y sus amigos. Aunque aquella plaza, pienso ahora, es comparable a la de mi hijo y sus amigos, el último 10 de diciembre, cuando lograron ingresar unos metros por Avenida de Mayo, para bailar el pogo más grande con Jijiji, de Los Redondos.

Luego del “Felices Pascuas” nos enteraríamos que Alfonsín había negociado con Rico y sus secuaces la ley de Obediencia Debida. Un muerto que el movimiento de derechos humanos llevaría sobre sus espaldas durante muchos años, hasta que por fin llegó el fin de la impunidad, con Néstor Kirchner. Un lastre que también nos sirvió, en la década del 90, para militar muy fuerte, y junto a nuestros pares, el escrache, la búsqueda de la mejor de las condenas para los genocidas: la social. Fueron años muy duros, una vez más, de mucha soledad, e indiferencia de gran parte de la sociedad, muchos de los cuales, probablemente, hayan sido parte del electorado que interpeló el m
acrismo. Pero con los hijos e hijas, y los organismos de derechos humanos, peleamos muy duro, crecimos, maduramos como personas y como agrupación, para acercarnos en lo político a nuestros padres y sus compañeros y compañeras. 

En el veranos de 1987 me fui de vacaciones al sur, de mochilero, con Pablo y Martín, mi otro gran amigo. Fueron unas vacaciones espléndidas, de iniciación, en la montaña, los lagos, el fuego, las constelaciones de estrellas lejos de la ciudad y los adultos, muy cerca de la idea que uno podía tener de aquella construcción o valor llamado libertad. En la previa, el viaje tambaleó por el asma de Pablo. Sus padres, de manera justificada, tenían mucho miedo de que sufriese un ataque allá tan lejos, y que el Ventolín, su remedio de cabecera para abrirle los bronquios, no sirviese para nada. No tuvo un solo problema, mucho menos una crisis. Era el clima, dijimos una vez que regresamos a casa, la buena vida, el equilibro emocional de haber vivido una quincena inolvidable.

Un mes y medio después, al poco tiempo de comenzar cuarto año, y ya en 1988, Pablo falleció en una parada de colectivo de la avenida Cabildo, en Saavedra, por un ataque de asma. El mundo se nos vino abajo. Tiempo después, yo solía decir que aquella muerte me había dolido más que la de mi padre, porque yo era muy chiquito, y no tenía suficiente conciencia para procesar el desgarro, la falta.

1987 fue el año de aquella gesta personal, junto a Pablo, en contra de la intentona de los milicos de marcarle la cancha al poder político, y el pueblo argentino, como finalmente sucedió. Solo algunos meses después, se iría, en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie pudiese hacer nada. 

1 comentario:

anita dijo...

Realismo total . Lo vivi. El corralon de materiales frente al pirovano era a vesces el lugar donde lo nos reuniamos los delegados.grandes compañeros esa flia. Gracias porla hiatoria. Bella conmovedora.

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios