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A lo campeón


El domingo pasado escribimos una nueva página en la historia del núcleo duro de la familia Dios: ir a ver a River a Rosario con nuestros hijos. Manu de nueve y Santino de cinco. Para el mayor se cumplía parte de una promesa que le había hecho el padre: ir a ver al millonario de visitante por lo menos dos veces en el año. Para el menor -mi hijo-, fue hacer un viaje a otro país (¿en qué idioma hablan acá, papá?).


Metimos abrigos, termo, galletas y diarios en el auto, y junto a otro amigo, Wen, partimos temprano. Allá nos esperaba otro hermano, en su casa, con una heladerita de mano de color azul llena de sandwiches de milanesa para los grandes y de salame para los chicos, porroncitos y gaseosa. Fuimos a almorzar al río -y nos reímos mucho cuando nos mostró, ya sobre la costanera, el Caribe canalla: una pequeña bahía frente a la cancha de Rosario Central a la orilla del Paraná, arena y mesitas sombreadas por unas palmeras -.


Yo había ido a ver a River al Parque de la Independencia cuando tenía 14 años, junto a un amigo de un amigo que era un poquito más grande que yo. River podía salir campeón esa tarde con equipo de Francescolli que terminó ganándolo todo. Y el loquito aquel me dijo fuésemos, que estaba todo bien. Nos colamos en el tren para ir y también para volver. Las entradas las pegamos de culo y el partido no lo pudimos ver porque no entraba un alma más en la tribuna. Hubo gases y corridas en el parque que rodea el estadio. A mis viejos les dije que me había ido a pasar el día al Parque Sarmiento.


A Santino lo senté sobre el borde del paraavalanchas que teníamos a nuestro costado –le puse buzos y remeras como colchón-, hombro contra hombro contra el que teníamos al lado. Le compré pepsi sin gas, helado de agua y un gorro negro con el escudo del club que le iba un poco grande. Cuando el partido, por fin, levantó temperatura, y los ánimos se caldearon un poco, la tribuna empezó a temblar cuando los cinco mil hinchas que reventamos la tribuna sentíamos que podía venir el gol. En ese momento Santino endureció la cara, la pancita y las piernas que le colgaban en el aire. También se puso en alerta máxima cuando ya con el uno a cero abajo, los de enfrente nos deliraban con todos los gestos y palabras posibles, y los nuestros, enfurecidos, les devolvían los peores insultos que jamás haya escuchado mi nene.

En el auto, a la vuelta, Manu, todavía angustiado, pedía la renuncia de Gorosito. El mío dormía con el gorro de River puesto. Los tres adultos discutíamos sobre nuestra política nacional. Y así le dimos las tres horas de viaje hasta que llegar a casa, tarde, y cansados.


La historia ya está escrita. Santino y Manuel algún día evocarán esta tarde de domingo que fuimos a Rosario. El más grande, quizás, hará mención al desastroso partido, campeonato, o directamente la década del club del que somos hinchas, y Santino, imposible saberlo: con el Paraná, con los miles de hijos de puta que escuchó mientras estábamos en la tribuna visitante del coloso de Rosario, y también, quizás, con River, claro que sí, una de las herencias más patentes que nosotros, los hermanos Dios, les pasamos a nuestros hijos.

4 comentarios:

La Flaca Benelli dijo...

Y què lindo tambièn que cuando pase el tiempo puedan leer este blog y este post en particular.
Un abrazo
Mariela

Mariano Abrevaya Dios dijo...

Gracias, flaca, siempre presente. Te mando un beso grande y que se muera pronto Berlusconni.

Promocion de los ddhh dijo...

No veo la hora
que llegue el domingo
dejar todo lo que tenga que hacer
para ir a ver a river plate...

Las estrofas mas lindas.
Poesia pura y sentimiento millonario de la monada.

Norma dijo...

Asì se va construyendo la identidad, a partir de la transmisiòn de los ideales, las historias, las vivencias intensas...Manu y Santino agradecidos.
Les deseo miles de tardes como la del domingo en Rosario

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios