El paseo por los Túneles de Perón nos marcó de distintas maneras. A los adultos nos dejó una huella en relación a lo político y a lo histórico. Para los nenes, en cambio, esa tarde soleada quedó asociada a un miedo animal.
Para llegar al paseo hicimos treinta y cinco kilómetros hasta La Merced, un pueblo humilde y silencioso, al pie de los cerros. Compramos pan casero en un almacén atendido por dos chicas adolescentes que saludaban a los clientes por su nombre. Les preguntamos por los túneles, nos dieron las indicaciones y nos desearon suerte. Manejamos en subida por una quebrada, con el cerro pegado a la oreja a nuestra derecha, y un valle inmenso, seco y áspero, con una cadena montañosa recortando el cielo azul del fondo, a la izquierda. Salimos a un camino de tierra –siempre con la sensación de estar perdidos- y a los pocos minutos agarramos la ruta –de una mano, con la vegetación hasta la altura del techo del auto-, que hasta hacía algunos años se usaba para ir y venir a Tucumán. Un cartel pintado a mano nos devolvió la tranquilidad: “Túneles”. A unos doscientos metros, un hombre parco y de pocas palabras nos abrió la tranquera. Dentro del predio, agreste y desolado, había dos casas, una a cada lado del camino marcado por el paso de los autos, y un puñado de mesas y asientos de cemento esparcidos bajo la sombra de los árboles. Recorrimos unos metros y estacionamos debajo de un árbol. De ahí se veía la boca negra del túnel. Había gallinas y pollos picoteando el césped. Dos perros con las costillas marcadas se acercaron moviendo la cola.
Cuando salimos del túnel, helados por la oscuridad húmeda que nos abrazó en su interior, sacamos el almuerzo del baúl del coche. “Vamos a comer, chicos”. Buscábamos un lugar con sol. Saltamos una angosta vertiente de agua que bajaba de la montaña y fuimos hasta la parrilla, en un claro verde, rodeado de vegetación. Estiramos un mantel sobre la mesa y esparcimos la comida de habíamos llevado en una canasta: pollo, tomate y lechuga, pan, aderezos y dos botellas de jugo.
Comíamos en silencio, cada uno atragantado con su sándwich, cuando un ruido pesado y seco que venía desde los matorrales de la pendiente, nos cortó la respiración: un chancho de sesenta kilos, pelo duro, piel rosada, patas anchas, y una arandela de acero en el hocico -de la que colgaba una cadena-, se dirigía con decisión hacia nosotros. Los ojos y el movimiento frenético del hocico, delataban hambre. Los nenes tiraron el sándwich sobre la mesa y se abrazaron a nuestras piernas. María Martha (nuestra tía) se cargó en los brazos a su nena (Lara). El animal bufaba, y resoplaba el aire frío. Se puso en dos patas y se devoró los dos sándwiches. Urbanos y desconfiados, le chumbamos para que se aleje. Nada. De nuevo. Menos todavía. Metimos las cosas en la canasta y bajamos al trote hasta el camino. Volvimos a saltar el hilo de agua, y con las gallinas y los perros alborotados, todos juntos, como en una procesión, fuimos hasta un llano de paja seca que hacía de canchita de fútbol, con dos arcos de madera en los extremos.
Los chanchos –había dos; el otro era más chiquito y no tan intimidante-, venían atrás. Los nenes pedían soluciones a los gritos. “No hace nada, chicos. Tranquilícense”. María Martha le pegó un par de gritos al casero, pero nunca apareció -ni él, ni nadie-. “¡Echálo, papá!”. “No hace nada, chabón, quedate tranquilo”.
A los pocos minutos, desesperanzado, el bicho se tiró al sol. Los adultos comimos. Manuel –el más grande de los primos- no quiso el sándwich: “se me fue el hambre”. Santino, después de mirarlo fijo, bancó la parada: “a mi también”.
Al rato jugamos al fútbol en la canchita con la Jabulani (la pelota del mundial), el más celoso de los objetos que cargamos en el auto cada vez que salimos de viaje los cuatro varones. Cuando el remate salía desviado, terminaba en la vertiente, que a esa altura era un arroyito de agua fresca y helada. Había que embarrarse los pies para recuperarla entre los pastizales. Quedamos en remera porque el sol picaba. Le pusimos ganas al juego. Relatamos las jugadas. Transpiramos. Tiramos paredes y metimos centros a la olla. El arquero volaba. Festejamos los goles besándonos los brazos, mirando hacia el cielo azul.
Las chicas se habían ido a pastorear. Los perros habían ligado pollo y ahora dormían satisfechos al sol.
Los únicos testigos de las proezas futbolísticas de los cuatro varones fueron las gallinas, que picoteaban los restos de pan.
El chancho salvaje, a partir de ese día, pasó a ser el “chochán". Dar vuelta las palabras, lunfardear el castellano, argentinizarlo, es otro de los canales que tenemos para conectar con nuestros hijos, esos dos nenes de once y seis años que algún día -quizá- retomen -y re simbolicen- el relato.
2 comentarios:
Que divertido!!
Increible experiencia!
Inolvidable para los chicos!
Y para los padres una fiesta!
Muy buena la cronica
Gracias por compartir el viaje con ustedes cuatro.
La pasé genial.
Publicar un comentario