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Aparición con vida de Julio López

"A qué hora?”.
“A las cuatro y media de la tarde en la puerta de prensa”.

“Aguante, loco”.

Llego al playón al trote porque, como siempre, se me hacía tarde. Hace calor. Tengo traspirada la frente, siento el chivo debajo de los sobacos, la remera pegada a la espalda, me pica el cuerpo. Me abrigué de más, pienso, soy un boludo. Me saco la campera y el buzo. Me quito los auriculares de las orejas y cuando intento guardar los cables en la campera me hago un nudo. Estiro el cogote, miro para los cuatro costados, el gallina no está. ¿Habré llegado tarde?, pasaron sólo cinco minutos, no van a ser tan hijos de puta de dejarme de garpe, especulo. La gente se amontona en las puertas de acceso con los brazos en alto, la entrada en la mano, preguntan, gritan, no sabén por donde tienen que entrar. El sol pega de lleno. Busco los cigarrillos en los bolsillos del buzo, primero, y en los de la campera, después. Los encuentro y me prendo uno. Saco el celular del bolsillo del pantalón y le mando un mensaje al gallina. Al lado mío hay dos tipos que discuten con un control: nos mandan de acá para allá, se quejan, ¿por donde entramos?, quieren saber, el nene que está agarrado a la mano de uno de los hombres está a punto de largarse a llorar, el control se da vuelta, le levanta la pera a un compañero: no sé, loco, le dice el otro, mandalos para la Lugones. Por fin lo veo a Nahuel. Le pego el grito y me le acerco. En el camino me choco con las cientos de personas que van y vienen al trote: el Tano, Marquitos, me presenta Nahuel. Nos damos la mano, uno de los dos me pide fuego, busco los fósforos en los bolsillos, y como no los encuentro le paso el cigarro: ahí está el gallina, dice Marquitos, apuntando con el dedo. Lo veo, está traspirado, acelerado, y tiene una sonrisa algo tensa en la boca: ¿qué hacés, Marian? Pónganse esto, pide. Nos pasa unas credenciales: ahí vamos, jefe, le dice el gallina a uno de traje que nos está esperando. Nos colgamos del pecho las credenciales -la cinta tiene los colores de la Argentina y el cartón es de color verde, sin plastificar-, encaramos en fila india, apurados, nos chocamos con algunas personas que están agarrados a la baranda, pasamos unas rejas que están dispuestas en zigzag y nos frenamos frente a un grupo de controles: vienen conmigo, les dice el tipo que nos está haciendo entrar. Pasamos otro control, ya la puerta del club, las mismas directivas, los mismos gestos y músculos rígidos de los controles, y en menos de un minuto estamos en el anillo del monumental. Un tipo habla a los gritos por celular, se agacha, se levanta, una nena con la remera de la selección espera angustiada. Pasan dos policías con chalecos anaranjados, muy tranquilos; uno relojea al tipo del teléfono que ahora camina nervioso de acá para allá. El hombre de saco que nos hizo entrar, de bigotes, serio, engominado, el handy en la mano, nos marca con el dedo la última puerta. Encaramos, embalados, pero nos cierran el paso. Se ve la cancha, el puentecito que nos va a dejar en el campo de juego, el pasto, las tribunas: son los de Lopez, informa nuestro contacto. Los tres o cuatro tipos de seguridad nos echan una mirada: cuelguen las cosas ahí que nosotros se las miramos, proponen, casi sin lugar a la negativa. Después de un instante de duda colgamos las camperas y buzos de un gancho que sale del vértice de la puerta. En una mesita hay tres laptops en las que se puede ver la foto digital de algunos de los periodistas acreditados que ya están dentro de la cancha: gracias, muchachos.
La cancha está casi llena. La pista de atletismo, la espalda de los carteles de publicidad, la cámara de un canal de televisión sobre un carril por el que se va a trasladar a la par de una jugada por este costado de la cancha, el campo de juego que parece el paño de las mesas de billar de club Colegiales, el cielo bien azul, las tribunas, las colores de la selección por todos lados, el ruido ambiente. El gallina saca la bandera de la bolsa, le pasa una de las puntas a el Tano y le dice que se aleje. El trapo empieza a ganar forma, se estira, se puede ver la consigna. Me pongo entre el gallina y Marquitos: agarrá el trapo de arriba y de abajo para que no se infle. Empezamos a caminar por la pista de atletismo, en paralelo a la platea Belgrano. Nahuel nos sigue y saca fotos. Bajan los primeros aplausos. Asomo la cabeza por arriba del trapo, veo que la gente se para, mira, hace foco en la bandera y empieza a aplaudir. A los que están la parte baja de la platea los veo con nitidez: las caras, los anteojos para el sol, el pucho en la boca, el celular en la oreja, la ropa, la cartera sobre las piernas de ellas, los nenes y las nenas. La parte alta de la platea está muy arriba, pareciera que se te viene encima. Busco a un amigo que me dijo que iba a estar ahí. Seguimos caminando, a paso lento. Nahuel se pone adelante nuestro y saca más fotos. Cada tanto no miramos entre nosotros, nos mordemos los labios, pegamos algunos gritos, agitamos a la gente con los que cruzamos la mirada. La aprobación de parte de la gente sube y baja en intensidad, pero se mantiene firme.

Llegamos a la curva que nos deja frente a la tribuna visitante, la Centenario. Caminamos por detrás del arco. En la parte media hay unos cinco mil hinchas chilenos. Desde arriba no nos ven porque no les da el ángulo. Más aplausos, alguna canción improvisada de parte de algunos pibes que están motivados: ¿dónde está Lopez la puta que lo parió?. Pasamos por al lado de unos bomberos de la policía federal: nada. Los hinchas de la marea roja también aplauden.

Cuando encaramos la otra tribuna que ocupa el largo del campo de juego, la San Martín, nos vemos obligados a caminar por el pasto porque los bancos de suplentes y las mangas por donde entra el equipo visitante y los árbitros, nos impiden el paso. El campo de juego me pone loco, es una locura, una obra de arte, pisar el césped es maravilloso, el sol hace resplandecer la humedad del verde y me encandila la vista. Desde la San Martín no nos dan mucha pelota, hay indiferencia -no nos ven, pienso-. Nahuel nos hace frenar, se agacha y nos saca otra foto.

Cuando llegamos al otro arco, frente a la tribuna local, la Almirante Brown, donde están los Borrachos del Tablón, enseguida, ni bien nos ven llegar, nos regalan un aplauso emotivo, fuerte, caliente. Veo a los pibes agitando los brazos, la mirada clavada en la bandera. Agito mi mano derecha, grito, estoy eufórico. Atravesamos el área chica, pasamos por delante del arco, miro para arriba, el cartel de la tribuna local, los pibes que cantan, miro para atrás, la otra tribuna, la inmensidad del campo de juego, la sensación personal de que podría jugar tranquilamente, sin marearme, en esa cancha, a la que tantas veces vine a ver a River.

Terminamos de dar la vuelta. Los que están ahí nomás nuestro, en la parte baja, nos aplauden de nuevo. Cruzo la mirada con algunos. Me siento bien, satisfecho. El hombre de saco, que nunca nos había perdido de vista, nos recibe. Una foto, gordo, le pide el gallina a Nahuel. Alta foto, con la cancha a nuestras espaldas, el trapo estirado, la consigna sobre la bandera con los colores de la Argentina, nuestras cabezas asomadas.

¿Podemos ver el partido en alguna parte?, el hombre afirma con la cabeza, nos pide las credenciales, y nos acompaña hasta la salida.

Gracias, muchachos.

( Argentina – Chile, primera fecha por las eliminatorias de Sudáfrica 2010 )

1 comentario:

Anónimo dijo...

A pesar de que son gallinas de m... los banco a muerte. Un fuerte abrazo politeísta. Aguante GEN.

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios