Buscar dentro de HermanosDios

Sambajotierra


Estoy seguro de que la línea C de subterráneos de nuestra ciudad de Buenos Aires es la que más gente lleva y trae desde Retiro a Constitución, y viceversa. No afloja. Alcanza con darse una vuelta por la populosa estación Diagonal Norte, debajo del obelisco, y ver la enorme cantidad de trabajadores que llegan desde el sur del conurbano bonaerense para cumplir funciones como mano de obra en las tantas empresas de servicios que están instaladas en el centro y micro centro (limpieza, seguridad, gastronomía, construcción, y otros).

En este contexto, bajo tierra, y arriba de una formación que metía un ruido infernal, una tarde de hace unos días atrás, entre las estaciones Moreno y Avenida de Mayo, escucho, primero de manera difusa, sucia, y a los pocos segundos con mayor claridad, el sonido de una pequeña campana. El sonido no llegaba de manera aleatoria sino más bien con un patrón que empecé a notar, se repetía. Y en seguida se impuso otro sonido, más hondo, y grave, mezclado con uno más, pero filoso y reiterativo. Detecté, siempre en cuestión de segundos, que las tres variantes juntas marcaban un ritmo. No puede ser, pensé. Estiré el cuello y sí. En el otro vagón, a mitad de camino, una fotografía fascinante: cuatro hombres con la remera amarilla de la selección brasileña tocaban samba en el medio del vagón. Encaré para allá y me puse de espaldas contra la puerta de salida, cerca de ellos. En el pasillo, el más robusto de los cuatro, moreno, por supuesto, boca y labios anchos, dientes muy blancos, y la sonrisa más grande de las cinco líneas de subterráneos, cantaba Maria Luisa, la samba de Antonio Carlos Jobim, con una calidez y sonoridad admirable. Tenía un tono de voz firme, grave, y profundo. Se le entendía todo. Con la manota le daba a un pandeiro de parche sintético, el grande, de doce pulgadas, visiblemente gastado, con mucha noche y morro encima. La gente, los laburantes, creo yo, poco acostumbrados a semejante color, y alegría, no les sacaban la vista de encima, y hasta los más ácidos y distraídos movían los piecitos al ritmo de la batería de instrumentos de percusión que habían invadido el vagón.

Llegamos a la estación Avenida de Mayo. Y vino bárbaro porque ni bien cedió el infernal ruido del tren en movimiento, terminó de brotar con una energía maravillosa, no solo la canción, su melodía, sino también el sonido de los parches. Muchos pasajeros, sobre el andén, frenaban su marcha para ver cómo los brasileños metían samba bajo tierra. Desde los otros vagones también doblaban el cuerpo para ver qué pasaba. Arrancamos.

Contra la otra puerta del vagón, frente a mí, el que tocaba el zurdo parecía ser el mayor de los cuatro. Era muy flaco y tenía una sombra de barba de tres o cuatro días. Tocaba con mucha soltura y modificaba la clave cada dos o cuatro compases. Pegado a él, un pibe de no más de veinte años que, con la cabeza gacha, repiqueteaba sobre el redoblante que le colgaba de la cintura. El tercero, y último, era un muchacho de rulos que se entretenía como un nene tocando una clave en seis, rabiosa, sobre un agogo oxidado. Los tres, sin excepción, bailaban, muy sutilmente, en coreografía, al mejor estilo bloco de samba.

Terminó Maria Luisa y el aplauso fue masivo y generoso. Los músicos agradecían a un lado, al otro, agachaban la cabeza, e incluso percibí algún cachete ruborizado. ¿Otra?, quiso saber el que dirigía la batuta, irresistible, entrador, con la cara transpirada. Claro que sí. Y así fue. El del zurdo buscó la atención de sus compañeros, marcó la cuenta, y arrancaron. El cantante empezó a bailar en el medio del vagón, a meter ese paso profundamente negro que tanto nos cuesta imitar, y de paso, hacía girar el pandeiro sobre su dedo índice.

Llegamos a Diagonal Norte, mi parada. Puse dos mangos sobre el pandeiro dado vuelta que me ofreció el grandote, salude a los otros tres con la mano levantada, les deseé mucha suerte, y claramente agradecidos, me despidieron con sonrisas. Se cerraron las puertas, de nuevo la gente mirando para dentro del vagón, la colorida y sonora sorpresa.

Recién cuando recibí en la cara la luz y el aire fresco del día soleado, ya en la calle, caí en la cuenta de que hacía unos minutos, bajo tierra, y ante el despliegue del espectáculo de samba, me había emocionado. Es que haberme cruzado ese cóctel brasileño, mestizo, negro, amarillo, verde océano, poli rítmico, y pobre (por que a los tipos no les sobraba absolutamente nada), en nuestra línea C, fue enriquecedor. No solo para mí, que gusto de lo afro, sino también, me animo a pensar, para los trabajadores del sur del conurbano bonaerense.

1 comentario:

fan dijo...

Que viva la samba, el color, la musica y la alegria. Yo también me emocioné imaginando la escena.

Manu y Santino Dios

Manu y Santino Dios