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Historias de cuarentena (3)

Historia de un monotributista, por Pablo Bigliardi (desde Rosario)

Luego de los anuncios presidenciales tuve que cerrar definitivamente mi peluquería al que pocas clientas ingresaron. Me esperan tres libros de cuentos bastante avanzados, una novela de género fantástico también avanzada y un libro de poemas que nunca termino, que fue iniciado en 1998 y continúa en una espera que podría obtener su turno en los próximos días. Será la primera vez en mi vida de escritor que voy a vivir como escritor. Hay una ansiedad de culpa por que en mi peluquería no hay ingresos monetarios y cuando vuelva no sé qué me puede esperar por mi condición de monotributista, porque el cargo completo de todas las responsabilidades como empleador y como deudor siempre fueron mías por intentar ser un trabajador independiente.

Entonces la locura de lo que viene que espere, mientras tanto quiero experimentar la comparación de mis últimos treinta años como trabajador de una belleza efímera: la peluquería y el desafío de entender cómo vive un escritor. Las conclusiones me esperan al final de la cuarentena.
Entonces paso la mayor parte del tiempo sentado frente a la computadora o a un manuscrito de mi novela que me acompaña hasta en el baño. Cuando me canso de un sistema, paso al otro y tanto la lapicera como el teclado sufren mis embates supuestamente creativos. Cuando me canso de ambos, comparto las situaciones familiares cocinando, hablando, recomponiendo algún espacio vacío que las semanas laborales van agrandando y ha llegado el momento de achicarlo. “El afecto y la vida familiar podrán rellenarlo” sería el primer título del cuento de las reparaciones para iniciar.

Hace veinte días estaba sentado frente a una gran arboleda con mis manuscritos, escuchando el ruido de la cascada de un arroyo y al lado de un hermoso chalet que habíamos alquilado con mi compañera en Córdoba. Cuando faltaba un día para volverme a Rosario, vinieron a mi mente los reclamos históricos de pasar una o dos semanas dedicado exclusivamente al relajamiento, a no hacer nada y a escribir por sobre todas las cosas. Alcé la voz mil veces al cielo de por qué el destino me llevaba constantemente a trabajar tanta cantidad de horas en la peluquería. Hoy me siento culpable, creo que Dios, Zeus, Horus o quien fuera, escuchó mis plegarias egoístas y paró el mundo por mí, hundiéndolo a un estado terrible y a favor de quien obtuvo una semana para dedicarse a lo suyo sin tener en cuenta al resto del mundo.

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