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Historias de cuarentena (5)

Por Mariano Abrevaya Dios

Miguel tiene treinta y cinco años y maneja motos hace por lo menos quince. Se fracturó piernas y brazos, tiene un clavo de platino incrustado en un tobillo, y si bien tiene claro que se puede matar en cualquier momento, no la cambia por nada. Ni la madre pudo convencerlo de que dejase de usarla. Mucho menos su último novio. Es mi fuente de ingresos, justifica. Y tiene razón. Gracias a su trabajo puede tomar las clases de teatro. Hace dos años que labura para una casa de mensajería, en el centro de la Ciudad. Ahora el negocio está muerto, pero tuvo la fortuna de que un conocido, una semana antes del decreto de la cuarentena, lo propusiese como repartidor en la Farola Express de Villa Devoto. Con eso ahora está tirando. Con el jefe y los tres empleados que sostienen el funcionamiento de la cocina, casi no habla. Dos de esos pibes vienen desde lejos. El patrón es de la zona. No tiene miedo ni anda paranoico, pero sigue todas las indicaciones del gobierno. Si siempre fue fóbico a las personas, ahora con la pandemia, extremó al máximo sus movimientos. Utiliza guantes de látex y el contacto con los clientes no pasa de un estricto hola y chau. A más de uno le dejó la comida sobre el descanso de una baranda, o la puerta, y le hizo señas para que le deje la plata ahí. Que la chupen. Es cierto, en el monoambiente en el que vive por momentos siente que se asfixia, pero ya arregló con su profe que le dará una clase por semana por video. Pero aparte, lo asume, nunca disfrutó tanto de las calles como ahora. Desiertas, todas para él, sin giles que le tiren la carrocería encima, y absolutamente absorbidas por un silencio que lo conecta con la calma de Pehuajó, durante su infancia, donde su padre le transmitió lo único que le queda de él: la pasión por los fierros.

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