Lunes 24 de mayo. 20.00 horas, Riobamba y Sarmiento.
Nos bajamos del coche y enfilamos por Sarmiento hacia el Paseo del Bicentenario. A medida que avanzábamos se iba estrechando el lugar para caminar por la vereda. Seguimos por el medio de la calle. Ya no circulaban coches y siete de cada diez personas llevaban una bandera, gorro, escarapela o remera de la selección Argentina. Santino, arriba de mis hombros (una de las satisfacciones más hermosas para un padre es hacerle caballito a su hijo), hacía flamear la nuestra (durante todo el fin de semana la tuvo pegada a él, como un objeto fetiche, y en casa la estiraba en la cama). Cientos de personas pegaban la vuelta y otras tantas encaraban para la 9 de Julio.
Había tanta gente que se hacía complicado llegar hasta un lugar del que se viera, más o menos de frente, el escenario principal. Quizá por la maña que deja haber ido mucho a la cancha, a recitales y manifestaciones populares, logramos hacernos paso. Una vez adentro, cuerpo a cuerpo con la gente, me acordé del comentario de hacía dos días atrás: las clases medias. Ahora el panorama había cambiado de manera rotunda. ¿Convocaban más el Chaqueño Palavecio y la Sole que Pablo Milanes y Jaime Ross? La gente, después de cuarenta y ocho horas de ver por la tele a la gente recorriendo carpas, sacando fotos, aplaudiendo desfiles de nuestras provincias e identidades, haciendo pogo y agitando banderas, ¿había decidido venir, formar parte, y pertenecer? Puede ser. Ya no importaba. Era una fiesta. Y la heterogeneidad social, plena.
- Parate en mis hombros y decime cuanta gente hay, Santi.
- No.
- Dale, cabezón.
Hizo dos piruetas y sentí sus pies sobre mis hombros.
- Miles de personas, pá.
- ¿Más que en la cancha de River?
- Muchíiiisimos más.
Delirábamos con las chacareras del Chaqueño. Sapucais, palmas y saltos en el lugar. No había espacio para que las parejas bailen. Al lado nuestro, un hombre flaco y canoso, de unos cincuenta años, agarraba por los hombros a su señora. Venía de lejos o vivía en un hotel de Constitución. Sabía las letras de las canciones y sonreía con ganas. "Vamos Argentina", gritaba.
Sonaba el último y estirado acorde de una chacarera doble, en medio del griterio y las banderas agitándose con excitación en dirección al cielo, el maestro acercó la boca al oido de su mujer, y le dijo (a ella y a todos los que estábamos a su alrededor):
- Ma que Colón ni Colón. Acá está la fiesta.
Lunes 24 de mayo. A metros del Obelisco, 22.00 horas.
Carla y Emiliano, maestra de grado y profe de gimnasia de Santino respectivamente, miraban azorados la marea de gente que iba y venía frente a sus ojos. Una fina cortina de agua caía desde el cielo encapotado. Tenían cara de no saber para dónde encarar. Estaban agarrados de la mano.
- Mirá quien está ahí, pichón.
Nos vieron y se soltaron las manos. Santino la abrazó con ganas. Después a Emiliano.
- ¿Todo bien?
- Bárbaro.
- Qué locura, ¿no?
- No se puede creer.
Durante la semana habían trabajado en clase el Bicentenario, y así, por lo menos para él, se cerraba el círculo. Ya no eran sólo sus papas los que le ponían el cuerpo a los festejos.
Lunes 24 de mayo. Corrientes y Uruguay. 22.15 horas.
- Tengo hambre.
- Vamos a comer algo por casa.
- No. Quiero acá.
- Mirá lo que es esto, Santi.
Pizzerías, parrillas, bares, fondas, Mc Donalds y todas las confiterías, reventaban de gente. Cola de treinta personas para entrar a cualquiera de los boliches. Los mozos corrían dentro del otro lado de los ventanales como si fuese la última vez. La avenida Corrientes estaba tomada por la gente y varios artistas populares cantaban sobre el asfalto, con enormes círculos de gente a su alrededor. También había artesanos con los paños tirados en el suelo. Un hombre con la camiseta de Maradona hacía juego con una número 5 y levantaba aplausos. Al que vendía mani no le alcanzaban las dos manos para atender a todos los que rodeaban su carrito. Dos caniches abrigados con lana celeste y blanca ladraban y pegaban saltos de un metro de altura mientras el dueño, por el celular pegado a la oreja, decía "no sabés lo que es ésto".
Por la esquina apareció una banda de pibes embanderada hasta los pies, cantando el "Vamos vamos Argentina". Se plantaron en la esquina unos segundos. Un par se subieron al techo de un kiosco de diarios. Al minuto, la esquina entera cantaba esa canción sin fecha de vencimiento. Una señora, en el quinto piso de un viejo edificio, acompañaba con una corneta. Cuando vio que éramos muchos los que la mirábamos, abrió de par en par las persianas, y estiró los brazos hacia lo alto, como Perón.
Al otro día, festejo central del Bicentenario, el pueblo podría utilizar los medios de transporte públicos de manera gratuita, y desde bien temprano reventaría los andenes, pasillos y salidas de Constitución, Retiro y Once, para vivir en carne propia, la fiesta inolvidable.
Nos bajamos del coche y enfilamos por Sarmiento hacia el Paseo del Bicentenario. A medida que avanzábamos se iba estrechando el lugar para caminar por la vereda. Seguimos por el medio de la calle. Ya no circulaban coches y siete de cada diez personas llevaban una bandera, gorro, escarapela o remera de la selección Argentina. Santino, arriba de mis hombros (una de las satisfacciones más hermosas para un padre es hacerle caballito a su hijo), hacía flamear la nuestra (durante todo el fin de semana la tuvo pegada a él, como un objeto fetiche, y en casa la estiraba en la cama). Cientos de personas pegaban la vuelta y otras tantas encaraban para la 9 de Julio.
Había tanta gente que se hacía complicado llegar hasta un lugar del que se viera, más o menos de frente, el escenario principal. Quizá por la maña que deja haber ido mucho a la cancha, a recitales y manifestaciones populares, logramos hacernos paso. Una vez adentro, cuerpo a cuerpo con la gente, me acordé del comentario de hacía dos días atrás: las clases medias. Ahora el panorama había cambiado de manera rotunda. ¿Convocaban más el Chaqueño Palavecio y la Sole que Pablo Milanes y Jaime Ross? La gente, después de cuarenta y ocho horas de ver por la tele a la gente recorriendo carpas, sacando fotos, aplaudiendo desfiles de nuestras provincias e identidades, haciendo pogo y agitando banderas, ¿había decidido venir, formar parte, y pertenecer? Puede ser. Ya no importaba. Era una fiesta. Y la heterogeneidad social, plena.
- Parate en mis hombros y decime cuanta gente hay, Santi.
- No.
- Dale, cabezón.
Hizo dos piruetas y sentí sus pies sobre mis hombros.
- Miles de personas, pá.
- ¿Más que en la cancha de River?
- Muchíiiisimos más.
Delirábamos con las chacareras del Chaqueño. Sapucais, palmas y saltos en el lugar. No había espacio para que las parejas bailen. Al lado nuestro, un hombre flaco y canoso, de unos cincuenta años, agarraba por los hombros a su señora. Venía de lejos o vivía en un hotel de Constitución. Sabía las letras de las canciones y sonreía con ganas. "Vamos Argentina", gritaba.
Sonaba el último y estirado acorde de una chacarera doble, en medio del griterio y las banderas agitándose con excitación en dirección al cielo, el maestro acercó la boca al oido de su mujer, y le dijo (a ella y a todos los que estábamos a su alrededor):
- Ma que Colón ni Colón. Acá está la fiesta.
Lunes 24 de mayo. A metros del Obelisco, 22.00 horas.
Carla y Emiliano, maestra de grado y profe de gimnasia de Santino respectivamente, miraban azorados la marea de gente que iba y venía frente a sus ojos. Una fina cortina de agua caía desde el cielo encapotado. Tenían cara de no saber para dónde encarar. Estaban agarrados de la mano.
- Mirá quien está ahí, pichón.
Nos vieron y se soltaron las manos. Santino la abrazó con ganas. Después a Emiliano.
- ¿Todo bien?
- Bárbaro.
- Qué locura, ¿no?
- No se puede creer.
Durante la semana habían trabajado en clase el Bicentenario, y así, por lo menos para él, se cerraba el círculo. Ya no eran sólo sus papas los que le ponían el cuerpo a los festejos.
Lunes 24 de mayo. Corrientes y Uruguay. 22.15 horas.
- Tengo hambre.
- Vamos a comer algo por casa.
- No. Quiero acá.
- Mirá lo que es esto, Santi.
Pizzerías, parrillas, bares, fondas, Mc Donalds y todas las confiterías, reventaban de gente. Cola de treinta personas para entrar a cualquiera de los boliches. Los mozos corrían dentro del otro lado de los ventanales como si fuese la última vez. La avenida Corrientes estaba tomada por la gente y varios artistas populares cantaban sobre el asfalto, con enormes círculos de gente a su alrededor. También había artesanos con los paños tirados en el suelo. Un hombre con la camiseta de Maradona hacía juego con una número 5 y levantaba aplausos. Al que vendía mani no le alcanzaban las dos manos para atender a todos los que rodeaban su carrito. Dos caniches abrigados con lana celeste y blanca ladraban y pegaban saltos de un metro de altura mientras el dueño, por el celular pegado a la oreja, decía "no sabés lo que es ésto".
Por la esquina apareció una banda de pibes embanderada hasta los pies, cantando el "Vamos vamos Argentina". Se plantaron en la esquina unos segundos. Un par se subieron al techo de un kiosco de diarios. Al minuto, la esquina entera cantaba esa canción sin fecha de vencimiento. Una señora, en el quinto piso de un viejo edificio, acompañaba con una corneta. Cuando vio que éramos muchos los que la mirábamos, abrió de par en par las persianas, y estiró los brazos hacia lo alto, como Perón.
Al otro día, festejo central del Bicentenario, el pueblo podría utilizar los medios de transporte públicos de manera gratuita, y desde bien temprano reventaría los andenes, pasillos y salidas de Constitución, Retiro y Once, para vivir en carne propia, la fiesta inolvidable.
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